jueves, 4 de octubre de 2007

El desierto politico


Por Alberto Asseff*

Es una paradoja: padecemos la mayor atomización política de nuestra historia moderna y a la vez soportamos la máxima hegemonía de un cuasi partido único, al punto de que el "unicato" del roquismo queda empalidecido y el PRI mexicano casi era un juego de niños.

Esta faccionalismo de la política no es obra de la casualidad ni producto de circunstancias próximas. Es bastante añejo.

Por la acción combinada de factores externos -sobre todo el movimiento de Mussolini en los veinte, tan influyente en estos lares, por entonces- y cierto descrédito del otrora esperanzador comité radical del honrado Hipólito Yrigoyen, en 1930 se cayó el sistema político basado en los partidos. En rigor, aún hoy estamos intentando restituir su genuino imperio y, por encima de todo, su eficacia como proveedor de soluciones. El descrédito de hace ochenta años no se ha revertido, sino ahondado. Se lo palpa todos los días.

En 1932 se restauró el sistema. Pero fue un espejismo. Ese regreso se asentó sobre el corrosivo fraude electoral confeso, aunque no convicto. Tan precario y falso fue ese período que en 1943 volvió a estallar, para dar lugar a otro sistema, más emparentado con el gobierno de masas que con el de ciudadanos. Obviamente, quien escribe no desea entreverarse en disquisiciones acerca del peronismo, tan laberínticas. Pero irrebatiblemente, la democracia de partidos no es lo que tuvimos entre 1943 y 1955. El propio sector dominante abjuraba de ser un partido para autoproclamarse, pleno de regocijo, como "movimiento", algo así como un estadio superior y más feliz que el de fracción. La propaganda sustituyó a la política como el arte del consenso y del convencimiento.

La proscripción del peronismo a partir de 1955 -a pesar del "veranito" del Dr. Illia en 1965, cuando expresiones justicialistas participaron y ganaron en varias provincias- configuró una herida en el corazón del sistema democrático que, así, agonizó hasta sucumbir en 1966 cuando irrumpió Onganía con su pública idea de sustituir a los partidos por las "organizaciones de la comunidad", algo así como que los almaceneros asociados tenían más títulos para gobernar que los infamados políticos, mucho más guitarreros y macaneadores que pichones de estadistas. Así lo veía la ciudadanía. Es decir, una proclama que apelaba a un milagro criollo: un almacenero estaba a priori más preparado para dirigir nuestros destinos que un político.

En 1983 volvimos al sistema político. Con sus picos y sus valles. La gran diferencia con las anteriores restauraciones consiste en que ahora no existe el acecho de los cuarteles, ni la posibilidad de ir a golpear sus puertas. Ya no tienen timbre y si alguna lo conserva, adentro nadie escucha los llamados. Es una fortuna, pero sigue siendo infausto que la política continúe sin levantar cabeza. Traspasamos el "que se vayan todos" de 2002, pero la política está tan disociada del cuerpo social como entonces. Adhesión, entusiasmo, esperanza: tres palabras volatilizadas en este desierto político. Si antes un discurso podía devenir en letanía, hoy ni siquiera hay un mensaje o un simple debate.

Sin política no hay dirección ni contención. El proverbial individualismo argentino, con la deconstrucción de la política termina por salirse de madre. Los 1.800 sublemas electorales de Misiones o las "listas colectoras" del Gran Buenos Aires patentizan el inmenso divisionismo político.

Una cosa es renegar del anacrónico patronazgo de la vieja política casi feudal y otra es perder a la política como patrón social e igualadora de oportunidades para todos.

EL SISTEMA TIENE GRAVES FALLAS ADENTRO

En 1973 Perón convocó a "reconstruir al hombre y al Estado". Como muchas de sus expresiones, fue más escuchado que seguido. En 2007 tenemos un hombre entrañablemente destruido en lo más poderoso de él, esto es su espíritu y a un colectivo nacional destartalado, inmensamente más que los desvencijados y subsidiados ómnibus urbanos del área metropolitana porteña.

El Estado es tan paquidérmico como inútil. Está físicamente por todas partes, pero su acción se evapora con más facilidad que el charco sometido a los rayos del sol estival.

Sin hombres y sin Estado, ¿cómo proveernos de partidos políticos fuertes, superadores de las tendencias disociadoras? Es una contradicción, una petición de principios. Siendo la política la constructora del hombre con espíritu y con ciudadanía , su formidable descrédito la inhabilita para tan descomunal misión. La ausencia de la política deja un desierto, no sólo un vacío momentáneo. Para colmo la idea del acuerdo sigue rondada por el tufo de que esconde alguna trampa. La política que siempre y por sobre todo es eso, acuerdo, ve, así, vedado el camino del concierto. Se desnaturaliza hasta su médula.

Acaecen como en Corrientes situaciones inconcebibles. Dos primos del mismo apellido y conmilitones logran destronar al antiguo pacto de partidos viejos. Parecían un dueto férreo, pero ahora son rivales enconados. ¿Es tan difícil preservar la unión? ¿Es tan fácil fracturar y dividir? ¿En qué quedó la ductilidad como condición de la buena política?

Antes, de cada cien políticos, diez eran pícaros que sólo pensaban en su acomodo personal. Hoy, la ecuación se ha invertido, siendo optimistas y generosos y concediendo que subsiste un diez por ciento de servidores del bien común.

Se quiere llegar para hacer la propia, no para cumplir con el sueño del bien general. Allí radica la clave de nuestros males, de la acumulación de conflictos y de problemas, de la postergación de las soluciones, de la ineficacia de la política, de la incertidumbre que nos agobia.

Si nadie se ocupa del bien común es imposible que lo consigamos. La política es eso, nada menos: el arte de realizar el bien general a partir de pensar y tributar al conjunto.

Hoy tenemos, en este descenso que data de décadas, algo mucho peor que malos partidos. Sufrimos de ausencia de verdadera política.

¿Cómo superar este mal enorme? Primero, asumirlo. Después, racionalizarlo. Acto seguido, sobreponiéndose, por lo menos un gran puñado de conciudadanos, para comenzar a dar el ejemplo de que es una maravilla servir al bien común, que es posible hacerlo y que es altamente gratificante, inclusive para el ego de los servidores. Así podrá arrancar un ciclo ascendente de construcción política, es decir de retomar el rumbo nacional argentino de la mano de esa ejemplaridad y de una estratégica reforma política.

El Estado moderno -y la política expresiva del interés general- emergieron cuando se pudo domesticar a la nobleza. La superación de esta deconstrucción de la política y del Estado surgirán cuando podamos domeñar a las bajas apetencias e instaurar en la escena a los hombres de Estado.

Nos daremos cuenta de que empieza una nueva era cuando la atomización ceda paso a la asociación de voluntades. Cuando hay proyecto común sucumben los facciosos.

*Presidente de UNIR
Unión para la Integración y el Resurgimiento

pncunir@yahoo.com.ar

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